Hay mentiras piadosas que sirven para evitar discusiones en la cena familiar (“sí, la paella estaba buenísima, abuela”), y luego está Una mentira peligrosa, esa que sueltas sin pensar y que, como Jaime Martínez, terminas pagando con intereses dignos de usura. Lo que empieza con unas cartas —sí, cartas, en plena era de TikTok, quién lo diría— se convierte en un efecto dominó de proporciones bíblicas donde cada frase no dicha pesa más que la dicha, y cada secreto se hincha como globo de feria hasta explotar en la cara de todos.
Elia Barceló juega a lo que mejor se le da: meter a un adolescente aparentemente normal en un escenario donde la normalidad dura lo que tardas en abrir el buzón. Porque, claro, ¿qué puede salir mal cuando recibes quince cartas misteriosas en un piso nuevo? Spoiler (sin spoiler): absolutamente todo. Y es que Jaime no solo se enfrenta a sus propios miedos, sino también a esa maravillosa capacidad que tenemos los humanos para dejar que las redes sociales multipliquen un rumor hasta hacerlo parecer dogma.
La novela va tirando de ese hilo incómodo que une pasado y presente, y lo hace con una facilidad que roza la crueldad. Porque aquí nadie se libra: ni los adolescentes con dramas existenciales tamaño épico, ni los adultos que creen que el pasado se puede enterrar bajo tres capas de silencio. La “mentira peligrosa” no es solo una frase bonita de título; es un recordatorio de que una chispa puede incendiar un bosque… sobre todo si el bosque es la reputación de un chico que solo quería pasar desapercibido en su bachillerato.
Lo mejor es cómo Barceló convierte lo cotidiano en thriller: una mudanza, un colegio nuevo, cartas anónimas… y de pronto ya no estás leyendo una historia juvenil, sino una disección de lo fácil que es hundirse con apenas un clic o un mal rumor. Y sí, todo contado con un ritmo que no te deja respirar, porque si pestañeas, te pierdes el siguiente movimiento de la mentira.
En definitiva, Una mentira peligrosa es de esos libros que te dejan pensando en la cantidad de medias verdades que aceptamos a diario, en lo caro que puede salir callar… y en lo poco que hemos aprendido de que internet jamás olvida. Barceló lo sabe y nos lo recuerda con ironía: no hace falta un monstruo bajo la cama, basta con un secreto mal guardado.
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