Bienvenidos al club de los que no tienen salvación. Ni propósito de vida, ni paz interior, ni una playlist motivacional que funcione. En El despertar de los infelices, Gonzalo Montes Amayo nos sirve una cucharada generosa de realismo crudo, sin azúcar, sin edulcorantes y con un chorrito de sarcasmo que, francamente, se agradece.
Aquí no hay héroes, hay gente. Gente de esa que se levanta tarde, que carga con culpas ajenas y propias, que toma malas decisiones (a veces por costumbre, a veces por necesidad) y que, aun así, sigue funcionando más o menos. La trama —si es que se le puede llamar así a este despliegue de desgracias encadenadas— se mueve entre varios personajes que no están buscando la felicidad, sino que simplemente intentan no derrumbarse del todo. Y oye, bastante mérito tiene.
Montes Amayo construye un universo donde la miseria cotidiana no solo es visible: es casi confortable, como ese sofá viejo que se cae a pedazos pero del que no te levantas. Su prosa tiene esa puntería cruel que, en lugar de consolarte, te sacude. Pero lo hace con estilo, con frases que duelen y brillan al mismo tiempo. Y por si fuera poco, consigue que te rías. No a carcajadas, claro. Más bien esa risa torcida, amarga, que se te escapa cuando te das cuenta de que, en el fondo, podrías ser cualquiera de ellos.
El despertar de los infelices no es una novela para sentirte mejor contigo mismo. Es una novela para asumir que, a veces, estar mal también es una forma de estar despierto. Y qué quieres que te diga… al menos no estás solo en el caos.
Comments