Salem aprendió demasiado pronto que el amor no siempre abriga. Que a veces deja grietas, silencios y ecos que se quedan a vivir en el pecho. Pero incluso los corazones cansados pueden volver a latir, y el suyo lo hizo al cruzarse con Rayne: un alma marcada por la renuncia, por la soledad elegida como castigo. Ella había hecho del autocontrol su fortaleza y del amor un enemigo silencioso. Porque para Rayne, sentir era exponerse… y enamorarse, una condena.
Harley Laroux nos sumerge en una historia donde la oscuridad no es enemiga, sino parte del viaje. Donde Loki, ese perro fiel y silencioso, se convierte en símbolo de pureza entre las sombras: guardián, testigo y la más noble forma de amor, aquel que protege sin exigir, que acompaña sin hablar. Su presencia equilibra la tormenta, recordando que incluso en los lugares más fríos puede habitar la lealtad más ardiente.
Entre los muros de esa mansión que respira secretos, Salem y Rayne se reconocen como si ya hubiesen existido en otra vida. Lo suyo no es un amor nuevo, sino el eco de uno que nunca murió. Entre heridas, deseo y redención, ambas aprenden que amar no siempre significa salvar, sino aceptar la oscuridad del otro y encontrar belleza en sus ruinas. En ellas, el amor se vuelve un pacto silencioso: promesa, redención y fuego que no consume, sino que ilumina.
En La mansión de Rayne, el amor se transforma. Deja de ser un campo de batalla para convertirse en refugio. Lo que antes era caos, se vuelve calma. Lo que dolía, ahora cura. Y lo que un día fue imposible, se convierte en destino. Porque cuando dos almas se reconocen, ni la noche más larga puede separarlas.
Porque al final, el amor —el de verdad, el que nace del alma y no de la necesidad— vence a cualquier bestia. Del pasado o del presente. De dentro o de fuera. Y esta historia… es la prueba de ello.
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