'Cosas que no hacemos'
Lo Mejor
- El testimonio de Ñoño
- La poca intervención, por así decirlo, del director
Lo Peor
- En ocasiones muy concretas, queda la duda de si lo que estamos viendo está influenciado por la presencia de la cámara
¿Cómo es vivir en medio del caos, la violencia y la delincuencia? Así es como un tiende a imaginar la realidad de El Roblito, una pequeña población mexicana situada en el límite de Nayarit y Sinaloa. ¿Cómo es lo que denominamos ‘normalidad’ en un lugar que nos ha sido descrito como violento y casi inhumano? No sé si Bruno Santamaría, director de ‘Cosas que no hacemos’, se preguntaba esto antes de colarse en la vida de esta localidad. Pero sí creo que supo ver que en ella había una gran historia compuesta por otras muchas, más pequeñas pero igualmente importantes. La historia de cómo se vive dentro de una burbuja de aparente tranquilidad, que a veces estalla. La de las vidas que siempre suelen pasar desapercibidas.
En ‘Cosas que no hacemos’, la mirada de Bruno sirve como acompañante, como testigo y como altavoz para los habitantes de El Roblito. Sobre todo para uno de ellos, Ñoño, un joven con el que el director conectó desde el primer momento. No sé si de manera prevista o de forma natural, se convierte en el gran protagonista de este documental, que recoge uno de los momentos más importantes de su vida. Un documental que nos permite comprender cómo es la vida en los lugares a los que nadie mira y cómo, aunque la violencia no esté siempre presente, se convive con ella. Desde las edades más tempranas.
Me gusta que la voz de Bruno Santamaría no sea en ningún momento la protagonista. Me gusta que sólo aparezca muy de vez en cuando, como algo casi anecdótico, en forma de respuestas a preguntas que le hacen los más pequeños. Esa es una de las pocas pruebas que encontrará el espectador de que hay alguien detrás de la cámara. Por lo demás, el espectador se topará de frente con la realidad, con el día a día de los habitantes de la población y con el testimonio sincero de Ñoño. Sin artificios, sin juicios de por medio y sin análisis. Como si la cámara del director fuera nuestro propio ojo, que nos entrega un retrato de lo que ocurre para que nosotros lo procesemos y saquemos nuestras propias conclusiones.
Un testimonio universal

El director mexicano supo ver en Ñoño una historia que merecía ser contada y que merecía un importante espacio. Y acertó. Porque el relato del joven es universal y conecta con las realidades de jóvenes y mayores de todos los rincones del mundo. Pertenecientes a cualquier clase social, con diferentes entornos familiares, criados en distintas fes. Se trata de un testimonio que conecta comunidades, pueblos y personas, y que no hace otra cosa que poner de manifiesto la necesidad de hablar más de lo que él cuenta. De recoger eso que él define como sueño y convertirlo en global, para que quienes lo compartan comprendan que no están solos.
Ñoño se viste con ropa de mujer a escondidas. Se maquilla, se peina y coloca estratégicamente calcetines a la altura de sus pechos. Representa la imagen que sueña para sí mismo, pero lo hace solo, sin que nadie pueda verle. Su complicidad con Bruno Santamaría nos permite a todos asistir a uno de esos momentos íntimos, en los que siempre suele armarse de valor y decide compartir su deseo con su familia. Hasta que, llegado el momento, la valentía se siente casi como inconsciencia. Y el objetivo se evapora.
Probablemente, la presencia del director y su conexión con él son las razones que le empujan definitivamente a dar el paso. Un acto de revelación y de empoderamiento que también nos permite vivir, y que supone el clímax absoluto del documental. De nuevo sin palabras de por medio, como si estuviéramos presenciando la escena en directo, en silencio y atentos a las esperadas respuestas. Ahí, lo que antes funcionaba, se tambalea un poco. Porque a uno le queda una dolorosa duda. ¿Qué reacción habría encontrado Ñoño en sus seres queridos si no hubiera habido testigos de por medio?
Dejando esto a un lado, la figura del joven y su historia son tan potentes que sostienen todo lo demás. Además, aportan universalidad al relato y también emoción, quizá lo que más se echa en falta cuando Ñoño no se encuentra al otro lado del objetivo.
Dentro de su vida

‘Cosas que no hacemos’ recoge con acierto el día a día de quienes viven en El Roblito. Sobre todo de aquellos que lo hacen con mayor inocencia: los niños. Corren, juegan, van a la escuela, se enfadan… Salvando las distancias, que son importantes, comparten lo básico con los niños de cualquier rincón del planeta. Esa ilusión y esa alegría constantes, en las que se aprecia una despreocupación que poco a poco, con los años, todos vamos perdiendo.
El reflejo de la realidad, de esa ‘normalidad’ que a nosotros nos parece tan lejana, es tal que la cámara de Santamaría capta un tiroteo. En una fiesta, en la que todos parecen estar seguros, de repente se escuchan tiros. Y lo siguiente que sabemos es que un hombre ha fallecido. Los habitantes comentan, también los niños, y es fácil comprender que no se trata de una situación extraña para ellos. El testimonio de una niña, que habla con total tranquilidad acerca del velatorio del fallecido, es esclarecedor y estremecedor a partes iguales. El reflejo de lo que ocurre cuando la burbuja se rompe y cuando estás acostumbrado a que lo haga.
‘Cosas que no hacemos’ se estrena en España en el marco del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva. Y puede verse a través de Filmin.
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